El manuscrito albergaba extraños símbolos que parecían a Manolito las pistas secretas que guiaban a un gran tesoro. Absorbido por su arrojo impúber galopó a ver Don Mateo, el alcalde, el hombre más sabio de todos los nacidos en el mundo, en busca de la sapiencia necesaria para acometer la más importante de las pruebas que la vida le había puesto hasta la fecha, y que él sabía sólo podía encontrar en aquel señor mayor que siempre relataba a los demás habitantes del pueblo sus viajes y aventuras en trescientos países. Don Mateo reconoció fácilmente los caracteres helenos que le entregaba el niño e ilusionado por la labor humanista que suponía el reto, cedió gustoso a una repentina pasión pedagógica y se sintió rejuvenecer.
Cuando Manolito, con sus doce primaveras en flor, leyó descifrado el mensaje que contenía aquel mapa de letras único, el niño, que era de naturaleza soñadora y más listo que el hambre, sintió que descubría la más preciosa de las piedras en la Vía Láctea. Corrió a casa, con su tesoro y una réplica de éste traducida con afilada caligrafía por Don Mateo sobre un papel blanco donde vivía un perro flaco.
Manolito decidió que ya nunca abandonaría su pueblo...
Hombre, involuntariamente
malo –por poco es otra tu suerte-.
Si ante una flor, siquiera, supieras
comportarte
correctamente, lo tendrías todo. Pues a partir de pocas
cosas, a veces,
incluso de una sola –así el amor-
conocemos las restantes. En cambio la multitud mira:
En el borde de las cosas se queda
todo lo quiere y lo toma y no le queda nada.
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