jueves, mayo 26, 2011

Cartas desde Tetuán II

Querido Juan,

Fui el otro día a una entrevista de trabajo. Me llamaron y puede montármelo para dejar antes la oficina. Fue agradable la sensación de no tener que ocultar a dónde iba ni pedir permiso, la sensación de que fuera innecesaria toda subrepción. Pensé que bien podría ser esto la libertad, en caso de ser cierta su existencia. Tenía curiosidad por ver cómo se movía el mercado laboral (así es que lo llaman). Bajé la calle Bambú y giré a la izquierda. Pregunté a dos chicas nada especiales por el Hotel Foxá y una de ellas alzó la mano derecha indicándome con el índice el camino al desfiladero que había de acercarme a la posibilidad de un futuro mejor. Veía el hotel a tiro de flecha. Encaré el puente de metal dejando a mi espalda pequeños jardines de crujiente césped y pinos refrescantes, escasa naturaleza viva en este páramo de cemento y cristales reflectantes. Caminé sobre el puente y los edificios desaparecieron a mis flancos. Contemplé el espacio ingente que se abría hacia ambos lados. El cielo era azul y hermoso. Hacía calor y me sudaba la frente. Me detuve unos segundos. Miles de coches atiborraban la autovía en ambas direcciones. Era una visión grandiosa y triste. Los había de todas las gamas: camiones, motos, furgonetas; hasta acerté a ver un moderno deportivo descapotable en el que un padre llevaba de copiloto a su pequeño hijito con un enorme casco negro. Pensé he aquí el progreso. Avancé hacia el hotel impresionado por lo extraña que resultaba desde aquella perspectiva de conjunto la brega de todos los seres, uno a uno, por ganarse el pan estos días en la ciudad.

Llegué a la cita con antelación. Sabes que siempre me ha gustado llegar pronto a mis primeras citas; te permite un tiempo de ventaja para escrutar a los parroquianos y decidir cómo hacer aquello que tienes intención de hacer. Mi contacto era Jesús, el tipo de voz grave y parcas palabras que me había telefoneado por la mañana. Créeme si desde un primer momento desconfié de la mesiánica familiaridad del nombre. Me senté en el hall y espere a que vinieran a atenderme. No tenía ni cuatro euros en la cartera así que supuse que lo conveniente sería pedir un refresco mientras me relajaba leyendo la prensa del día. Nadie vino a tomar la comanda, así que sólo leí. En la tele estaba ese famoso presentador que conduce un programa que consiste en cajas: el concursante tiene una caja con la que juega mientras un grupo de gente con tiempo de todas las provincias de España tiene las suyas. Todas las cajas tienen un número. El concursante va ordenando ceremoniosamente a sus compañeros de plató la apertura de todas las cajas, una tras otra, mientras pierde durante el proceso pequeños y grandes botines. Al final sólo quedan el concursante y su caja frente a otro concursante y su otra caja. El show era demasiado simple para ser divertido. Habría ganado en interés con algún arma corta en una de las cajas. La muerte daría veracidad y audiencia a esta ruleta cutre y televisiva.

Aquello se fue llenando de gente. Pude olerme la encerrona; ya sabía perfectamente a lo que había venido. Una jauría de cuerpos de diferentes edades, algunos arreglados, otros no, se adentró en las catacumbas de aquel salón pomposo, desfilando sobre el suelo de mármol con impertérrita indiferencia hacia aquello que no fuera alcanzar el firme objetivo de conseguir un empleo. Me hice el remolón entre los cubículos de aquel recibidor de huéspedes, ojeando grandes retratos de cierta gente de abolengo más que probablemente muerta y algunos extraños códices en hebreo. Al fin llamé a Jesús y di con él; estaba de pie junto a la palaciega escalera que gobernaba la recepción del hotel. Me acerqué con ventaja, midiendo mis pasos, sabiendo exactamente qué diría y replicaría para escapar de aquella historia y volver a casa. A penas intercambios el saludo me presentó al compinche de su izquierda, Alberto, y le conminó a que me acompañara al punto de encuentro. Considerando algunas de las piernas, culos y caderas que se habían contoneado por aquel sitio en los cuarenta y cinco minutos que llevaba esperando, aquello del punto de encuentro no me sonó del todo mal. Alberto y yo anduvimos hasta la escalera trasera que daba entrada a las mazmorras, al punto de encuentro, pero justo antes de bajar el primer peldaño me las hice para hacer entender a aquel tipo que yo no bajaría al punto de encuentro.

- ¿Tienes algún problema?- preguntó.
- Verás amigo, es que a mí, estas cosas en grupo no me van.
- ¿Acaso no quieres un buen trabajo?
- La verdad es que preferiría irme a mi casa (y masturbarme, pensé). En este momento de mi vida ando buscando algo más personal.
- Podemos hacerlo más personal si lo deseas.
Estaba claro que Alberto comisionaba por cada pringao que convenciera para ir al punto de encuentro.
- No te preocupes. Sólo vine a echar un vistazo.

Me despedí con cortesía del fulano y cogí camino de vuelta a casa. Dejé de nuevo el puente a mi espalda. Los coches proseguían su avance sobre aquel torrente de asfalto bajo el cielo azul, infinito, perfecto. Ya en el metro, una universitaria a la que no le vi la cara posó su culo sobre mi brazo mientras yo leía El jamón entre el centeno, creyendo tal vez sentarse en el reposabrazos. La universitaria dejó su culo ahí y yo dejé mi brazo. Salí en Tetuán y encaré la recta al hogar. Tal vez iba a ser difícil encontrar un nuevo trabajo. Tal vez no lo quería. Terminé el libro y me quedé dormido pensando. Qué plaga el hombre, hermano, qué plaga.

lunes, mayo 16, 2011

Spanish Caravan



Take me Spanish Caravan
Yes I know you can...

Cartas desde Tetuán I

A Govinda Ollero,

Hay siempre en la plazoleta en que termina Tablada y empieza Sauco un grupo de chavales que domina el espacio con tensa rareza. Me los encuentro cuando vuelvo del trabajo a media tarde y siguen ahí cuando en ocasiones, a la hora que cae el dios sol, me acerco al chino a proveerme de todo aquello que siempre falta en mi nevera y nunca me acuerdo de comprar. Su número es oscilante; a veces seis, siete, conté once una vez que esperaba a que Currito comprara tabaco en el Cantespino. Se trata de un bonche bastante heterogéneo pero unánime en cuanto a la materialización de lo que muchos convendrían en denominar apestados. Portan con dignidad su pinta de borrachos, yonkis y maleantes. Es gente con la que conviene tratar poco. Esto lo aprendimos de niños en el barrio, cuando los gitanillos de las Tresmil llegaban en sus patrullas de bicicletas a la hora de la siesta, con tamaño apetito de lo ajeno, que no había otra que dejarse calentar la cara con tal de no perder la pelota o la bici. Lo peor era cuando se llevaban la bici. Hijos de perra. Recuerdo que al Pocas le partieron la tocha en la puerta de su casa por no haberse dejado birlar la exquisita montura a pedales que le habían regalado aquellas navidades. Aquello me causó admiración. Hay ideas, deseos, que no perdemos a base de hostias. Si una idea o un deseo es lo suficientemente grande en nosotros, la integridad física, el sufrimiento, la posibilidad del fin, pasan a un segundo plano. No había duda de que Joaquín había demostrado tener un par de pelotas, pero sobretodo, aseveró que la ilusión que albergaba por cabalgar aquella belleza de aluminio era capaz de extraerle todo el valor que poseía en su interior. Lo había convertido en un héroe. 

Tal vez sea la falta de ilusión el blasón que ostentan los chavales de la plaza. Tal vez sean las ilusiones, aquellas que un día nos separaron. Tal vez, amigo, uno deba ilusionarse menos para poder estar con los chavales en la plaza. Tal vez la nostalgia sea el mejor escudo de armas. Tal vez las partidas de Pendragón, los cuentos de Steinbeck y tus arengas sobre Tolkien y Malory me hicieron mucho mal en la infancia. Tal vez sea el genoma de Alonso Quijano, pero sabes que últimamente pienso mucho en el heroísmo, en la génesis del arquetipo. Conozco a verdaderos expertos en la materia como el Capitán Lefascist. Miro al mundo y no veo a Lancelot ni a Gawain, no hay hombres altos ni magos blancos. Extraño el olor a azahar en primavera y a salitre en el verano, la humedad del Río Grande en el invierno, la sacra tristeza del otoño.

Te escribo esta carta desde Tetuán, mi barrio, que no es ninguna pradera que cruce a caballo. Pero no te preocupes; tengo a raya a los fulanos de la plaza. Sabes que puedo dar hostias como panes y que, además, estoy muy loco. Ellos parecen saberlo también. Nos miramos de reojo. Ellos chupan sus latas de medio litro. A mi me espera la mía en casa. Estoy tratando de hacer deporte y de comer bien. Sentía gran necesidad de escribirte una carta en la que contarte mis peripecias por este reino. Es curioso como aquí todos siempre reconocieron mi origen. De algún modo siempre me supe extranjero en estas tierras. Govinda, hermano, qué presente has estado siempre en todos mis pasos. Qué deseo por volver a verte.