A Govinda Ollero,
Hay siempre en la plazoleta en que termina Tablada y empieza Sauco un grupo de chavales que domina el espacio con tensa rareza. Me los encuentro cuando vuelvo del trabajo a media tarde y siguen ahí cuando en ocasiones, a la hora que cae el dios sol, me acerco al chino a proveerme de todo aquello que siempre falta en mi nevera y nunca me acuerdo de comprar. Su número es oscilante; a veces seis, siete, conté once una vez que esperaba a que Currito comprara tabaco en el Cantespino. Se trata de un bonche bastante heterogéneo pero unánime en cuanto a la materialización de lo que muchos convendrían en denominar apestados. Portan con dignidad su pinta de borrachos, yonkis y maleantes. Es gente con la que conviene tratar poco. Esto lo aprendimos de niños en el barrio, cuando los gitanillos de las Tresmil llegaban en sus patrullas de bicicletas a la hora de la siesta, con tamaño apetito de lo ajeno, que no había otra que dejarse calentar la cara con tal de no perder la pelota o la bici. Lo peor era cuando se llevaban la bici. Hijos de perra. Recuerdo que al Pocas le partieron la tocha en la puerta de su casa por no haberse dejado birlar la exquisita montura a pedales que le habían regalado aquellas navidades. Aquello me causó admiración. Hay ideas, deseos, que no perdemos a base de hostias. Si una idea o un deseo es lo suficientemente grande en nosotros, la integridad física, el sufrimiento, la posibilidad del fin, pasan a un segundo plano. No había duda de que Joaquín había demostrado tener un par de pelotas, pero sobretodo, aseveró que la ilusión que albergaba por cabalgar aquella belleza de aluminio era capaz de extraerle todo el valor que poseía en su interior. Lo había convertido en un héroe.
Tal vez sea la falta de ilusión el blasón que ostentan los chavales de la plaza. Tal vez sean las ilusiones, aquellas que un día nos separaron. Tal vez, amigo, uno deba ilusionarse menos para poder estar con los chavales en la plaza. Tal vez la nostalgia sea el mejor escudo de armas. Tal vez las partidas de Pendragón, los cuentos de Steinbeck y tus arengas sobre Tolkien y Malory me hicieron mucho mal en la infancia. Tal vez sea el genoma de Alonso Quijano, pero sabes que últimamente pienso mucho en el heroísmo, en la génesis del arquetipo. Conozco a verdaderos expertos en la materia como el Capitán Lefascist. Miro al mundo y no veo a Lancelot ni a Gawain, no hay hombres altos ni magos blancos. Extraño el olor a azahar en primavera y a salitre en el verano, la humedad del Río Grande en el invierno, la sacra tristeza del otoño.
Te escribo esta carta desde Tetuán, mi barrio, que no es ninguna pradera que cruce a caballo. Pero no te preocupes; tengo a raya a los fulanos de la plaza. Sabes que puedo dar hostias como panes y que, además, estoy muy loco. Ellos parecen saberlo también. Nos miramos de reojo. Ellos chupan sus latas de medio litro. A mi me espera la mía en casa. Estoy tratando de hacer deporte y de comer bien. Sentía gran necesidad de escribirte una carta en la que contarte mis peripecias por este reino. Es curioso como aquí todos siempre reconocieron mi origen. De algún modo siempre me supe extranjero en estas tierras. Govinda, hermano, qué presente has estado siempre en todos mis pasos. Qué deseo por volver a verte.
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