viernes, septiembre 11, 2009

The Electric Cows

Para ellos jugar lo era todo. Nunca en la vida se habían considerado tipos con suerte pese a que alguno la tuvo, indudablemente, al conseguir huir de su tierra muerta. Si he de serte sincero, yo sí creo que tuvieron bastante fortuna al encontrarse. ¿Has pensado alguna vez en cuál es la razón por la que en la vida nos cruzamos con determinadas personas y no con otras? No me refiero a toda esa mierda simplificadora de las tribus urbanas y los nichos de mercado; esa basura pseudointelectual inventada posiblemente por algún publicista y turista habanero de los que salen los viernes noche a eyacular verbalmente su basura pseudocreativa y fardar de patrimonio con dos zorritas comebolsas, a las que probablemente se zumbará si les paga los vicios. Yo te hablo de la vida de verdad, amigo; de esa clase de influjo cósmico que hizo que Bob, y no el memo de Bill, decidiera que ibas a ser su colega en el colegio; de la potra que tuviste cuado Jean se aventuró a agarrarte el paquete para convertirte en el primer hombre con el que exploraba los resbaladizos y cálidos caminos del otro (es anecdótico que ella se sintiese especialmente motivada luego de haberse mojado el pico con media botella de José Cuervo); o cuando expulsaron de la facultad al pobre de Marcus, al que el Dr.Winnipeg cazó con aquellas chuletas para el examen de Tª y Estructura de la Lengua Española el mismo año que os graduabáis. Ni siquiera tuviste la decencia de no sacar un sobresaliente, aún cuando habiáis preparado juntos el examen y portabas las mismas ayudas. Es más que evidente que existe una pizca de azar en nuestras vidas, algo que debe sacar de quicio a esa clase de personas que buscan tenerlo todo bajo control, pero aún lo es más que la suerte, mala o buena, sazona más unas vidas que otras.


Cobi y Wesam chocaron unos meses antes de que comenzaran a hacerlo en la cancha. Fue mera cuestión de suerte que Cobi pasara junto a la calle Ministriles Chica aquella madrugada del 17 de noviembre. Venía del centro, de Preciados, donde había estado escudriñando el material que preveía comprar en las rebajas de aquel año de víricas vacas flacas. Se había citado con Marita, una romana erasmus a la que llevaba un mes intentando metérsela. De a vuelta casa, mientras se maldecía interiormente por la escasa cobertura logística con la que contaba para mitigar con aquella monada los ardores propios de su edad, reparó en un par de negratas de espaldas anchas como vigas, que parecían emplearse a fondo en dar a conocer a un moro enjuto y ligeramente mugriento el humano arte de la coacción. Nada nuevo en el barrio, pensó Cobi para sí. Iba a pasar de largo, ignorando a conciencia a los dos hermanos, al morito, y a cualesquiera que fueran sus trapiches, cuando el destello de un cuchillo de hoja generosa y hambrienta enroscado en la diestra de uno de los maromos le liberó súbitamente la adrenalina. Desconozco el origen de esa razón cósmica que hizo que Cobi, aquella noche de otoño, no eligiera la salida fácil, cómoda, objetivamente segura, en lugar de tomar partido por un tipo al que no había visto nunca antes en su vida y jugarse la garganta con dos sujetos de su raza que parecían directamente arrancados de una balacera en Newark, pero estoy seguro de que Wesam, por segunda ocasión en aquel año, sintió la certeza de que existía una deidad benefactora que posponía de nuevo su encuentro con Caronte.

jueves, septiembre 03, 2009

La presencia

Dices mi amor - el pasado no existe- y me escucho en tus palabras. Me planteo la semántica del verbo. Existir. Me asalta la taquicardia de los textos, la incesante inspiración de las referencias: son por lo general ánimas extrañas que viven en las letras; existen en compilaciones arbóreas, hoy también cibernéticas, en 26 caracteres y signos de puntuación. Transfigurados me alcanzan los filósofos no existentes pero sí presentes, como el hombre ucraniano al que una suicida mata al tirarse de un octavo en Barcelona, ridículamente ya inexistente; como la asolada presencia de un seísmo en Yakarta, devastador pese a lo efímero de su existencia. Observo las dos fotografías de mi madre capturadas hace más de 20 años, de mi madre con el significante hermoso de la juventud, una cáscara de un pasado que fue presente y que cuelga de mi pared. Dice Punset, - no sabemos si el tiempo existe, pero si sabemos que nos deteriora – Vuelvo a la mirada densa de mi madre y su apacible indiferencia me inquieta. Jamás la vi así, más existe rectangularmente, en un perecedero soporte que contiene un carnaval de significados. Pesado pasado pesado. La aliteración me oprime el pecho de un modo físico: el pasado no existe, pero está presente. Pienso en mi pasado, en el pasado de mi madre, y en el pasado de su pasado, y reparo en la inquebrantable presencia de la memoria. La existencia está sobrevalorada; no es más que un dolor de piernas y la reiteración de la rutina fisiológica. Es absolutamente nuestra - creo en eso -, pero en la propiedad está su límite. En cambio, nuestra presencia se proyecta más allá de nuestra propia vida pues no nos pertenece; está atomizada en cada uno de aquellos para los que somos o hemos sido alguien, del mismo modo que guardamos con nosotros una porción de sus presencias, con mayor o menor ánimo de lucro. Si la existencia se da hasta una fecha, la presencia soslaya la violencia simbólica del tiempo calendario y las kilométricas murallas de la geografía. Ni siquiera la Parca deshila la red mística que se hilvana con la bobina de la vida propia.


Se existe hasta un momento, como un momento duran el orgasmo o la victoria. Hace una década llegó ese momento para mi abuelo, un hombre que me enseñó el inenarrable placer que habita oculto en la generosidad. Era mi abuelo un señor y un caballero, aunque es más que probable que se encontrara a lo largo de su vida con situaciones que le hicieron cuestionarse su gallardía. No importa. Su presencia, al menos como alcanzo a recordarla, me era devuelta tal y como yo la sentía al ver su reflejo en los ojos de otros. Abuelo querido, qué caudal humano el tuyo, qué destello saberme tu prole.


Recuerdo la última tarde de mi abuelo. Yo le miraba tumbado en el sofá y él contemplaba la luz en el cielo que acariciaba su cara triste, coloreándola con el pigmento ocre de su Maestranza adorada. Me dijo algo, y pasé mi mano sobre su solemne calva. Me irritó la escasa capacidad de síntesis de la existencia, su absoluta inutilidad a la hora de transmitir la verdadera dimensión de una persona. No supe que esa había sido la última tarde con mi abuelo hasta la mañana siguiente. Abruptamente tomé conciencia de la finitud de la carne, y entendí nuestra fortuna como hombres al trascender como seres pluripersonales: la muerte no sesgó la vigencia de mi abuelo ni su torería. Dices mi amor, - el pasado no existe -; puede, pero el pasado es presente.