martes, mayo 11, 2010

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Me llamo Christopher Donovan, aunque mis allegados en este momento gustan de llamarme el Inglés. Mi nombre, empero, es indiferente. Si me llamara Cristóbal Domínguez en nada variaría la historia que me dispongo a contarles. Nací en Cádiz, vástago de una gaditana salerosa y un británico flemático amante de los mares. Digamos que históricamente no me siento liberado de condicionamientos, pero esa, pese a la redundancia, es otra historia. Como les decía soy inglés, o eso parecen identificar en mí quienes me conocen; personalmente tiendo a no considerarme de ningún sitio en concreto. Vivo en Lavapiés, un espacio interesante para detalle de quienes no lo hayan caminado. Llegué aquí por azares similares a los que un día me engendraron, cuya naturaleza está marcada por una inclinación errante de los espíritus que los padecen; nunca he considerado la razón por la que se mueven mis pies más que una inevitable inercia del estar vivo. El caso es que soy un tipo al que le gusta moverse. Llegué a Madrid hace poco más de un año, para dedicar tiempo a una tesis que, hoy por hoy, me resulta infinitamente menos enriquecedora que la agenda de compromisos sociales para un joven simpático que se halla en la difusa barrera de los treinta y que es carne nueva en estos lares. Creo que estamos en este planeta para pasarlo lo mejor posible, y este axioma, rige de manera central mi metafísica personal. Irán dándose cuenta que padezco de una cierta inclinación hacia mí mismo; aguantarme es una tarifa que habrán de pagar si consigo despertar su interés con lo que les cuento.


Convendrán conmigo que hay muchas maneras de divertirse. Por supuesto algunas de ellas son taras asociadas a la neurosis, pero me quiero referir a la diversión en su sentido más lúdico. Verán, yo como culo inquieto que les decía, he hecho muchas cosas de acuerdo a al principio regidor que me mueve, de clara inclinación dionisiaca, más no soy en absoluto un hombre sin criterio. Sé apreciar las cosas buenas en la vida: la buena compañía, la música, la comida, la bebida. Sin embargo, me aventuro a decir que los momentos más divertidos que están enclavados de un modo químico en mi memoria se asocian a una forma geométrica. Ésta no es ninguna novedad en una sociedad en la que tiene absoluta vigencia la geometría, pero sí es relevante de cara a empatizar algo más con los tipos que me dispongo a presentarles. Por si se lo preguntaban y para evitar absurdas suspicacias esa figura es el rectángulo; en concreto uno de noventa por cincuenta y dos pies aproximadamente.

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