Si entendemos la vida como una aventura mimética, como un ejercicio permanente de imitación y adopción de ideas y comportamientos que elegimos o nos son impuestos por nuestros modelos o referentes más cercanos, y que en la mayoría de los casos no derivan en una manifestación de inequívoca originalidad más allá de la entredicha individualidad de cada ser humano; si admitimos el sentido histórico de nuestra vida, que nos une indefectiblemente a quienes ya pasaron y a los que están por venir, y que nos invita a un amplio aprovechamiento de nuestra breve estancia en este mundo; si sentimos este aprovechamiento como un compromiso indispensable para con nosotros mismos en el sentido en que nuestra mayor o menor capacidad crítica nos aleja o acerca a determinadas ideas y comportamientos y configura nuestro personal patrimonio cognitivo, verdadera riqueza de los seres pensantes; si detestamos la abulia intelectual y emocional, no por pretensión o vanidad, sino por la conciencia de que el conocimiento y la sensibilidad son indispensables para liberarnos del determinismo materialista que rige la época que nos ha tocado en suerte. Si combatimos manifiestamente la estulticia y la ignorancia, aún sabiéndonos ignorantes, mediante el ejercicio del don sagrado del lenguaje, y por ello nos diferenciamos de esos que dicen ser nuestros congéneres; si por todo lo expuesto se nos tacha de clasistas, elitistas, o esnobs como consecuencia del respeto que mostramos por el concepto que tenemos de nosotros mismos, se nos hace inevitable no sentir la supuesta ofensa como un halago.
Para ellos jugar lo era todo. Nunca en la vida se habían considerado tipos con suerte pese a que alguno la tuvo, indudablemente, al conseguir huir de su tierra muerta. Si he de serte sincero, yo sí creo que tuvieron bastante fortuna al encontrarse. ¿Has pensado alguna vez en cuál es la razón por la que en la vida nos cruzamos con determinadas personas y no con otras? No me refiero a toda esa mierda simplificadora de las tribus urbanas y los nichos de mercado; esa basura pseudointelectual inventada posiblemente por algún publicista y turista habanero de los que salen los viernes noche a eyacular verbalmente su basura pseudocreativa y fardar de patrimonio con dos zorritas comebolsas, a las que probablemente se zumbará si les paga los vicios. Yo te hablo de la vida de verdad, amigo; de esa clase de influjo cósmico que hizo que Bob, y no el memo de Bill, decidiera que ibas a ser su colega en el colegio; de la potra que tuviste cuado Jean se aventuró a agarrarte el paquete para convertirte en el primer hombre con el que exploraba los resbaladizos y cálidos caminos del otro (es anecdótico que ella se sintiese especialmente motivada luego de haberse mojado el pico con media botella de José Cuervo); o cuando expulsaron de la facultad al pobre de Marcus, al que el Dr.Winnipeg cazó con aquellas chuletas para el examen de Tª y Estructura de la Lengua Española el mismo año que os graduabáis. Ni siquiera tuviste la decencia de no sacar un sobresaliente, aún cuando habiáis preparado juntos el examen y portabas las mismas ayudas. Es más que evidente que existe una pizca de azar en nuestras vidas, algo que debe sacar de quicio a esa clase de personas que buscan tenerlo todo bajo control, pero aún lo es más que la suerte, mala o buena, sazona más unas vidas que otras.
Cobi y Wesam chocaron unos meses antes de que comenzaran a hacerlo en la cancha. Fue mera cuestión de suerte que Cobi pasara junto a la calle Ministriles Chica aquella madrugada del 17 de noviembre. Venía del centro, de Preciados, donde había estado escudriñando el material que preveía comprar en las rebajas de aquel año de víricas vacas flacas. Se había citado con Marita, una romana erasmus a la que llevaba un mes intentando metérsela. De a vuelta casa, mientras se maldecía interiormente por la escasa cobertura logística con la que contaba para mitigar con aquella monada los ardores propios de su edad, reparó en un par de negratas de espaldas anchas como vigas, que parecían emplearse a fondo en dar a conocer a un moro enjuto y ligeramente mugriento el humano arte de la coacción. Nada nuevo en el barrio, pensó Cobi para sí. Iba a pasar de largo, ignorando a conciencia a los dos hermanos, al morito, y a cualesquiera que fueran sus trapiches, cuando el destello de un cuchillo de hoja generosa y hambrienta enroscado en la diestra de uno de los maromos le liberó súbitamente la adrenalina. Desconozco el origen de esa razón cósmica que hizo que Cobi, aquella noche de otoño, no eligiera la salida fácil, cómoda, objetivamente segura, en lugar de tomar partido por un tipo al que no había visto nunca antes en su vida y jugarse la garganta con dos sujetos de su raza que parecían directamente arrancados de una balacera en Newark, pero estoy seguro de que Wesam, por segunda ocasión en aquel año, sintió la certeza de que existía una deidad benefactora que posponía de nuevo su encuentro con Caronte.
Dices mi amor - el pasado no existe- y me escucho en tus palabras. Me planteo la semántica del verbo. Existir. Me asalta la taquicardia de los textos, la incesante inspiración de las referencias: son por lo general ánimas extrañas que viven en las letras; existen en compilaciones arbóreas, hoy también cibernéticas, en 26 caracteres y signos de puntuación. Transfigurados me alcanzan los filósofos no existentes pero sí presentes, como el hombre ucraniano al que una suicida mata al tirarse de un octavo en Barcelona, ridículamente ya inexistente; como la asolada presencia de un seísmo en Yakarta, devastador pese a lo efímero de su existencia. Observo las dos fotografías de mi madre capturadas hace más de 20 años, de mi madre con el significante hermoso de la juventud, una cáscara de un pasado que fue presente y que cuelga de mi pared. Dice Punset, - no sabemos si el tiempo existe, pero si sabemos que nos deteriora – Vuelvo a la mirada densa de mi madre y su apacible indiferencia me inquieta. Jamás la vi así, más existe rectangularmente, en un perecedero soporte que contiene un carnaval de significados. Pesado pasado pesado. La aliteración me oprime el pecho de un modo físico: el pasado no existe, pero está presente. Pienso en mi pasado, en el pasado de mi madre, y en el pasado de su pasado, y reparo en la inquebrantable presencia de la memoria. La existencia está sobrevalorada; no es más que un dolor de piernas y la reiteración de la rutina fisiológica. Es absolutamente nuestra - creo en eso -, pero en la propiedad está su límite. En cambio, nuestra presencia se proyecta más allá de nuestra propia vida pues no nos pertenece; está atomizada en cada uno de aquellos para los que somos o hemos sido alguien, del mismo modo que guardamos con nosotros una porción de sus presencias, con mayor o menor ánimo de lucro. Si la existencia se da hasta una fecha, la presencia soslaya la violencia simbólica del tiempo calendario y las kilométricas murallas de la geografía. Ni siquiera la Parca deshila la red mística que se hilvana con la bobina de la vida propia.
Se existe hasta un momento, como un momento duran el orgasmo o la victoria. Hace una década llegó ese momento para mi abuelo, un hombre que me enseñó el inenarrable placer que habita oculto en la generosidad. Era mi abuelo un señor y un caballero, aunque es más que probable que se encontrara a lo largo de su vida con situaciones que le hicieron cuestionarse su gallardía. No importa. Su presencia, al menos como alcanzo a recordarla, me era devuelta tal y como yo la sentía al ver su reflejo en los ojos de otros. Abuelo querido, qué caudal humano el tuyo, qué destello saberme tu prole.
Recuerdo la última tarde de mi abuelo. Yo le miraba tumbado en el sofá y él contemplaba la luz en el cielo que acariciaba su cara triste, coloreándola con el pigmento ocre de su Maestranza adorada. Me dijo algo, y pasé mi mano sobre su solemne calva. Me irritó la escasa capacidad de síntesis de la existencia, su absoluta inutilidad a la hora de transmitir la verdadera dimensión de una persona. No supe que esa había sido la última tarde con mi abuelo hasta la mañana siguiente. Abruptamente tomé conciencia de la finitud de la carne, y entendí nuestra fortuna como hombres al trascender como seres pluripersonales: la muerte no sesgó la vigencia de mi abuelo ni su torería. Dices mi amor, - el pasado no existe -; puede, pero el pasado es presente.
No puedo resumir en pocas palabras lo que el extraño músico Pistorius me enseñó sobre Abraxas. Lo más importante que aprendí de él fue a dar un nuevo paso en el camino hacia mí mismo. Yo era entonces, con mis dieciocho años, un chico poco corriente, precoz en unos sectores y muy retrasado y desorientado en otros. Cuando me comparaba con los demás, me sentía unas veces orgulloso y satisfecho de mí mismo pero otras deprimido y humillado. Unas veces me consideraba un genio, otras un loco. No conseguía compartir las alegrías y la vida de mis compañeros, y me hacía reproches y cábalas como si estuviera irremediablemente separado de ellos y se me negara la vida.
Pistorius, que era un extravagante declarado, me enseñó a tener valor y respeto de mí mismo. Él me dio ejemplo encontrando siempre algo valioso en mis palabras, sueños, fantasías y pensamientos, que tomaba siempre en serio y discutía con interés.
-Me ha dicho usted que le gusta la música porque no es moral. De acuerdo. ¡Entonces, no tiene usted que empeñarse en ser moralista! No debe compararse con los demás; y si la naturaleza le ha creado como murciélago, no pretenda ser avestruz. A veces se considera raro, se acusa de andar por otros caminos que la mayoría. Eso tiene que olvidarlo. Mire al fuego,observe las nubes; y cuando surjan los presagios y comiencen a hablar las voces de su alma, entréguese usted a ellas sin preguntarse primero si le parece bien o le gusta al señor profesor, al señor padre o a no sé qué buen Dios. Así uno se estropea, desciende a la acera y se convierte en fósil. Querido Sinclair, nuestro dios se llama Abraxas, y es dios y diablo; abarca el mundo oscuro y el claro. Abraxas no tiene nada que objetar a ninguno de sus pensamientos, a ninguno de sus sueños. No lo olvide. Le abandonará el día en que sea normal e intachable. Le olvidará y se buscará una nueva olla donde cocer sus ideas.-
Ora como criatura de piedra, ora como ondulación herciana (señalización digital en adelante), el ídolo se asienta en el limbo sacro del imaginario colectivo. Si bien su sustancia es humana, no lo es tanto su proyección, su imagen impresa en los ojos del mundo. Los insignificantes lo devoramos con frenesí vampírico, saciando nuestra intrascendencia, atisbando en su grandeza refleja aquello que ni somos ni seremos -no podemos serlo todo-. Hay ídolos que se saben ídolos y otros que se saben menos, pero es la idolatría como la belleza, subjetivamente objetiva; cedemos o no a la fascinación del ídolo, al brillo de su espada que embebece, al arrebatador veneno de su genio.
Cualquier hombre tiene un ídolo como cualquier corazón sangra, pues no hay pupilo sin maestro ni existe un amor yermo de lágrimas. Más sé cauto cuando idolatres, deísta en la devoción que profeses. Hoy, los dioses no son astros, colosos dorados o leyendas mágicas; son otros que sudan y que sueñan y que también tuvieron un ídolo que yace hondo, pese a las estatuas. Idolatra a tu madre y tu padre, verdaderos portadores del misterio, caigan las veces que caigan –no te quepa duda que tú también caerás algún día- y por pequeñas que sean sus hazañas.
Huye del circo de los bufones engrandecidos, su carisma no es más que una efímera farsa, y admírate por los caminos, por los sabios humildes, por la bondad y por la fragua. Pocos ídolos sobrevivirán a tus años, los más escasos derrotarán las edades y resplandecerán como estrellas celestes, por ser humanos, fieramente humanos. Idolatra el aire antes que el oro, la risa frente a la gloria, la amistad, el amor: principio y fin de todas las cosas.
Y si alguna vez eres tú a quien aclaman, las huestes, las hordas, las masas, cerciórate de que exista motivo digno en tu alma. Si así es toma asiento, mejor en el reconfortante frescor de la sombra, y da gracias porque uno sólo haya encontrado una verdad para él en tu obra.
Qué entusiasmo por agarrar lo que resuena, el Rock and Roll velloso de los años. Es mejor arder que apagarse lentamente, nena, no te apagues. Hazle caso a Neil. Neil sabe lo que es cantar. Neil está ahí, redargüido contra la nada, nihil, Neil, nihil. Seremos fluido en su madera huracanada, y volveremos a sentir aquello, aquello bueno que tú y yo sabemos. Jubilosos cachorros incandescentes.
Cuando ya nada se espera personalmente exaltante, mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia, fieramente existiendo, ciegamente afirmado, como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte, se dicen las verdades: las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados, piden ser, piden ritmo, piden ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto, con el rayo del prodigio, como mágica evidencia, lo real se nos convierte en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto, para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan decir que somos quien somos, nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren y canto respirando. Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos, y calculo por eso con técnica qué puedo. Me siento un ingeniero del verso y un obrero que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta a la vez que latido de lo unánime y ciego. Tal es, arma cargada de futuro expansivo con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada. No es un bello producto. No es un fruto perfecto. Es algo como el aire que todos respiramos y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado. Son lo más necesario: lo que no tiene nombre. Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.
¿Para qué vivir si puedes trabajar? Cada mañana de lunes a jueves, los viernes siempre han sido caso aparte, padezco una aflicción que gusto de denominar el síndrome de la hormiguita. Me explico. Cada mañana bien temprano bajo a las profundidades del suburbano madrileño con la estampa de un ser del inframundo, tránsfuga de alguna película de George Romero. Ahí, bajo el suelo, experimento en el albor de cada día mi primer contacto con la vida humana, con mis congéneres. Todos compartimos un movimiento automatizado, mecánico; caminamos en la certeza de estar reproduciendo los mismos pasos que la mañana anterior y en la asunción de que debiera arder Troya para que en el probable mañana no repitiéramos la secuencia. No puedo evitar sentirme algo miserable por el mecanicismo que gobierna nuestra existencia en los días laborables, y esta sensación alcanza su momento álgido en el trasbordo de una parada que me separa de mi mesa de oficinista con forma de bumerán. En la generalmente breve espera del tren ligero que siempre va cargado me observo junto a mis iguales, hacinados en la azulejada orilla de un arroyo de cemento surcado por raíles, mientras los bostezos, las legañas y las caras mustias definen la escena. Pienso en Baudalaire, en las hormigas y en nuestro hormiguero de paredes satinadas, y en por qué me resultará tan espantoso ser un hombre útil.
Dice mi amigo Chayán, mi antagonista filosófico, que es necesario hacer algo productivo por la sociedad, que aporta sentido vital servir para algo. Lamentablemente sacio mis ínfulas trascendentales con este blog y dudo, para ser sincero, que cualquiera de los quehaceres que me son impuestos a diario me conduzca al olimpo de los grandes hombres o a una suerte de realización ontológica. Soy siquiera un insecto himenóptero, una obrera doméstica no invasora que preferiría explorar a tener que llevar comida al hormiguero. Temo se me considere un apologista de la gandulería, un burgués con vocación festiva (Ignavis semper sunt feriae), pero me es complicado, por más que me esfuerzo, hallar la armonía entre los actos del vivir y el trabajar en este hormiguero monetarista y globalizado. Termodinámicamente, podríamos definir la ausencia de vida como la imposibilidad de realizar trabajo; yo, que siempre he estado mucho más interesado en la lira que en la física, me aventuro a definir la ausencia de vida como la imposición sistemática de jornadas laborales que consuman la mitad del día terrícola. Parafraseando a mi amigo Jules, no es que aborrezca trabajar doce o más horas diarias, es que tampoco soportaría follar las mismas todos los días o asistir una tarde tras otra, en un bucle infinito, al Festival de Coachella.
An angel whispers my name, but the message relayed is the same: “Wait till tomorrow, you'll be fine." But it's gone to the dogs in my mind. I always hear them when the dead of night comes calling to save me from this fight. But they can never wrong this right.
Cuando me vuelvo para miralos, los días de mi juventud parecen huir de mí como una ráfaga de pálidos desechos reiterados, semejante a esas nevadas matinales de pañuelos y toallitas de papel que ve arremolinarse tras la estela del convoy el pasajero que contempla el panorama desde el coche mirador de un gran expreso...
Peckinpah´s The Wild Bunch is worth watching because the cowboys in it have nowhere to go to. They´re older and they don´t have to make it anywhere because where they are is all there or rather the end of a genre. Theirs is not the Old Testament-no journey to take; nothing promised; no land to land in-. For them, life and death are simultaneously equal and present. The simultaneity of the living who are already dead is filmed as sexy.
Peckinpah gives the final shoot-out in which they all die a kind of orgasmic rush that releases all of us from the cinematic or,more accurately, the American fantasy that we will survive no matter what. Though they are handsome, white, leading men not dressed all in black, he literally shoots the life out of all anticipatory leanings. Once the orgasm is over we can just lie back, close our eyes, and relax, though we are neither liberated nor fulfilled. They are dead, finished, no American fantasy can help them now.
Camino de la playa en Cádiz, Habana con más salero, pensaba en esa boca tuya, en tus ojos rasgados rebosantes de cariño, en la ondulada vorágine de tu pelo vivo. Miro a lo alto y dibujo tu cara que rompe las nubes blancas con la purpúrea mansedumbre del último sol de la tarde. Entonces te amo.