Eulalia me dijo que no me llamaría. Yo sonreí inocente cuando cogí su mano y escribí despacio mi número de móvil sobre su piel. –No voy a llamarte- se apresuró a decir mientras clavaba en mi sus ojos insondables, disfrazados con unas lentes de corte retro bastante desfasadas.
Un correcto “me parece bien” fue todo lo que acerté a responderle al preguntarme interiormente si esa sentencia sería la única que no había espetado hasta ahora su personaje. Eulalia no era más que una adolescente, pero de su aspecto pueril y desenfadado se desprendía un irracional magnetismo que me aceleraba el pulso y me arrojaba hacia ella con virulencia.
La sensación de vulnerabilidad que Eulalia despertaba en mí fraguó de un modo subsconciente e inmediato la invisible armadura de la sutileza, aunque era perfectamente consciente de que el brillo de mis ojos disonaba tórpemente con aquel insincero me parece bien que camuflaba los miedos y apetitos que se agolpaban súbitamente en mi pecho.
De pronto me rehice. – Anda…Dame un beso- dije de soslayo mientras me exorcizaba del idiota existencial que siempre me acompaña, y que en determinadas ocasiones me ha impedido deleitarme con esos momentos mágicos que en ocasiones y de manera inesperada te regala la vida. Con candor la envolví con el brazo y acariciando su hombro la besé en la mejilla, ajeno por un instante a las intrigas de artificios miméticos. Estaba loco por besarla, y ella, niña, se dejó besar.
Los focos del escenario se encendieron y ante nosotros se anegaron los paisajes más libres y diversos. Mientras mi colega el Flaco y yo cabalgábamos sobre la montura de la risa prendidos a frescas riendas de hortaliza, Eulalia, invisible, me acompañaba a la grupa apoyando su pecho contra mi espalda. Era mala estudiante y se burlaba de que aprovechara los recodos del viaje para leer en lugar de ocuparme de ella. Si hubiera sabido que ocultaba mi timidez entre aquellas letras para así poder mirarla de reojo y desnudarla furtivamente en mis pensamientos.
Qué dichosos fuimos el Flaco y yo aquella noche, cuando exploramos juntos los inagotables caminos de la expresión. Sólo lamenté no haberle hecho una foto a Eulalia que poder enviar a mi amigo Chuck Close. Seguro que la habría encontrado tan encantadora como yo y me hubiera regalado un retrato que me ayudara a borrar su ausencia.
-Deberías llamar a Eulalia- me animaba el Flaco.
-Sí, debería llamarla sino fuera tan mediocre-, me reproché con autoconmiseración.
Después de aquella noche nunca más volví a ver a Eulalia.
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