La originalidad, la unicidad en la que tantas veces nos hemos encontrado no es más que una realidad espectral, reposo del ser mundano que no se resigna a ser pasto para gusanos.
¿Por qué cada ser humano se siente único? ¿Qué sentimos o hacemos diferente al resto? La realidad es cruel con el hombre. Cada día contemplo a hombres más parecidos, idénticos en su manera de enfrentar la vida, iguales en su presente y aun más en su futuro. Somos tan homogéneos que nuestros sueños han llegado a ser los mismos, nuestras ilusiones las mismas, nuestros padeceres calcados.
Entonces, ¿qué es genuino en cada uno de nosotros? Si acaso un hombre demostrara ser distinto, ¿no sería el tiempo implacable quien se encargara de sesgar tan arrogante pretensión?
La diversidad es un cristiano consuelo para la irremisible verdad de la inexistencia, un narcótico que nos estimula con la alucinante sensación de que existe un sentido en el camino, en este viaje a ninguna parte.
El hombre no es un hombre; el hombre siempre es el hombre, determinado en lo más hondo de su existencia. Todos somos el mismo, todo sucede al hombre.
10-12-04
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