Flaco,
Ayer fue un día especial. Uno de eso días que uno sabe en el mismo instante que se está viviendo, que la vivencia, esa materialización espacio temporal que experimenta cada persona de manera genuina, tiene un aire trascendente. Fran cumplía treinta y tres años y nos citó en el parque de Eva Duarte de Perón. Había montado una merienda a la antigua usanza en una zona de recreo con esas mesas de metal con bancos donde los mayores se sientan a echar un mus o un tute mientras disfrutan de la altruista compañía de otros mayores. Gozando la espera.
El Franchu lo tenía todo listo: sus medias noches, sus sándwich de nocilla, su empanada, su tortilla de papas, sus Cruzcampos bien frescas. Colgó unos globos en algunas ramas y nos surtió de gorros de cartón a lo Master and Commander. El año pasado lo habíamos pasado bien. Era oportuna la idea de repetir. Le regalamos unos libros de Bolaño y Calvino (no hay tiempo para leer basura). El año pasado le compré y dediqué The Humbling, de Philip Roth, y desde entonces Fran había manifestado una extraña inclinación hacia el melodrama kitsch que el reconocía poco afortunada. Esta vez no le dediqué los libros. Con Alina todo fue cordial; de algún modo me alegraba de verla. Ella seguía siendo ella y yo seguía siendo yo. Vinieron la X y la Euge, y el Mejicano y su prometida con fundas en los dientes, según me apuntó Juan con ojo clínico cuando se marcharon a cenar como le gusta al Cuate. Los Velázquez-Gaztelu, y Bea, nuestra Bea. Lo más bonito de todo Madrid. También vino gente nueva lo que siempre es de agradecer.
El verano se acercaba frío, advirtiéndonos. Yo pensaba en si era verdad el rumor de que en la acampada de Sol había una plaga de piojos. El taxista y el Mejicano no me parecían las fuentes más fiables. El problema no eran los piojos, estaba claro. Algo está azotando la conciencia colectiva. La gente quiere decir lo que piensa y no es menester despreciar el hecho de que pueden, pero al personal le gusta la acción. No tienen culpa. En todo caso es culpa de Hollywood y de la Historia. Entiendo a quienes creen que las palabras no bastan. Aunque a mi me basten.
Currito y Fran bajaron unas sudaderas de casa. Parecía primero de febrero y no paraba de zampar para que mi cuerpo no se enfriara. No tengo ni idea de si existe alguna correlación entre la ingesta de alimentos y la sensación de tener el espinazo helado, pero al menos si estás comiendo te acuerdas menos de que tienes frío. Expliqué a la prometida del Mejicano, cual paladín de la concordia entre pueblos, que hasta el cuarenta de mayo, uno no se quita el sayo en España. Que fuera inglesa explicaba lo de las fundas.
En una de esas, estábamos Juan, Bea, tú y yo. Ambos me reprochabáis mis continuas ausencias: Bea dijo si no te vemos en Madrid ánda que te vamos a ver ahora que vuelves a Sevilla. Vosotros sois a la gente que yo veo más allá del trabajo, dije yo, así que imagina lo mucho que me muestro. Me miraste con todo el rencor que puedes tenerme. Sabías que me marchaba. Que había llegado ese momento del que algunas tardes habíamos hablado. De algún modo siempre supimos que juntos podríamos; sin embargo, hacia ya un tiempo que yo había caído. Es amargo el sabor de lo irrepetible, querido Avalista. Se hizo el silencio para mí y me concentré en esa revelación que esconde el fin de todo episodio. Me quedé conmigo mientras el ágape continuaba. Fran había soplado las velas sobre una tarta que parecía un donut grande. Juan se me acercó. Puedo decirte exactamente lo que estás pensando, me espetó mientras sondeaba mis ojos con los suyos lúcidos. Sólo es feliz quien es capaz de decir adiós, prosiguió. Realmente sabía quién era yo el muy cabronazo. Yo me sabía el hermano que de sangre no tuvo. Se humedecieron mis ojos y no me acuerdo qué contesté; estaba demasiado preocupado porque nadie percibiera el rubor que me nacía. Tal vez yo fuera un caminante, serio y callado al mismo tiempo. Siempre diciendo adiós.
Recogimos y salimos del parque. El frío se hizo sentir de nuevo pero a Fran no parecía erizarle el bigotazo que se había trabajado para la ocasión. Qué buenos tiempos hemos pasado. Con disciplina escribiría una trilogía. Antes de llegar a la esquina donde está el bar Sydney, al principio de Cartagena, tu resquemor se tornó en melancolía. Te preocupaba que me fuera sin que volviéramos a vernos una última vez. Nos abrazamos. Y como siempre me alcé sobre mis puntillas para poder estar a tu altura. Tú eras quien siempre habías sido. No tenía la menor duda de volverte a encontrar en el camino.
Hasta luego, viejo.
Hasta luego, viejo.
2 comentarios:
Creo que te vas y nos nos vimos, ya habrá oportunidad, mucha suerte en tu camino que espero de alguna manera se vuelva a cruzar cone l mío. Un abrazo
Me gustó verte, me gusta leerte...
Lo bueno está por venir, ya verás... Suerte!
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