Marcelo solía decir que lo que no hayas hecho antes de los treinta no lo harás ya nunca. Cada vez que escuchaba aquel parlamento, imaginaba que el Flaco había esbozado a lo largo de su trayectoria alguna suerte de santuario mental en el que la unidad temporal que constituían las tres primeras décadas de una vida representaba el límite más allá del cual resultaba bastante chungo sumar atributos y capacidades a la amalgama que los loqueros, con despreciable apetito comercial, gustan llamar personalidad. Si he de ser sincero la tesis no me convence (he leído últimamente a cerca del Transhumanismo), más no negaré que experimenté una curiosa sensación de vértigo cuando mi amigo vituperaba a nuestro Apoderado con semejante diatriba cuando, asumiendo esa posición de hermano mayor que nunca tuvo en su casa, le emplazaba a abandonar esa inclinación de Antón a masturbarse mentalmente sin parecer entender que en la práctica, para que la erección termine, hay que ensuciarse las manos. El creador siempre se ensucia, hasta las trancas.
Así era Marcelo. Nuestro referente sin haber querido serlo. Suelo recordarle que fue la primera persona con la que contacté cuando me mudé a Madrid, aunque he de admitir que se lo reconozco, por encima de todo, a modo de título personal. También por indicación de mi médico, pues sigo a rajatabla las prescripciones del Doctor Chinaski.
Marcelo celebró el día dieciocho sus treinta años en un bar de Lavapiés, La Mancha en Madrid, y sin ánimo de menoscabar el fervor castellanomanchego del antro, La Mancha se me antojaba el símil más acertado para realizar un diagnóstico psicológico de algunas de las pobres almas que ayer acudimos a celebrar a nuestro amigo. Marce cumplía treinta y allá estaban la Flores y la Puertas y Aitana y Tere, qué cuatro macizas, la mitad de los imbéciles de esta ciudad no jugará en la vida con mujeres de esta liga. Vino Xime, la hermana del cumplidor, a la que hacía tiempo no veía. Estaba cansada, pero no hubiese faltado ni bajo llamamiento del cuerpo diplomático. No faltó el Punti, el percusionista con más talento de su generación, ni su séquito, con May a la cabeza. Ni faltaron las pirbull, Raqui y Mercedes, el futuro del flamenco en este país. Se me agolparon demasiados momentos, difícilmente admisibles para mi corazón en horas bajas. Aquello era un evento de gente con clase, de esa que escucha cuando le hablas y que no te regatea una sonrisa. Vinieron Alma y Julio y me alegraba de verlos. Ellos eran quienes más veces compartían el sagrado momento del desayuno con el Flaco. Las niñas de Humanidades y los Amigos de las Bicis y su uno por venir. Lucas y Sare, nuestro fichaje estrella serbio, algo de talento para el Club de Baloncesto Lavapiés (aunque el señor Sartori tenga sus dudas). Y cómo no, Ro y Currito, Fran, Alina y un servidor. Algunos de los más manchados de todos. Me sorprendió la aparición de Evita Caviar y su maromo, y yo me cuestionaba aterrado si seré capaz de estar a la altura de una exrelación adulta.
Miré al Flaco. Disfrutaba. No había duda de que era inteligente del modo más social. Un hidalgo moderno de singular figura. Me preocupaba saber, si en este señalado día, pudiera sentirse abatido en modo alguno por aquel tajante axioma cronológico. Sin embargo, algo me decía que Marcelo no echaba en falta ningún tipo de concreción profesional o creativa el día que el calendario le dijo que hacía treinta años que sus pamperos padres le regalaron el mundo. Marcelo, igual que otros que estábamos allí, igual que tantos que allí no estaban, tenía diferentes anhelos. Anhelos relacionados con la más ineludible mancha que tiñe con imborrable cromatismo la personalidad de todo ser humano. No hay genio o mediocre inmaculado. Así Alina Lakitsch, cuya vigorosa intelectualidad se tambaleaba con cadencia de metrónomo desde que se aficionó a jugar a los videojuegos. Semejante talento. Tanta personalidad ora espoleada ora devastada por la experiencia amorosa. Si algo necesita este anodino país para salir del hoyo es un plan nacional contra el desengaño. Hay tantas mujeres y hombres que se pierden y perderán por culpa del amor. Tenemos que hacer algo. Encerrar a este perro del infierno.
Marcelo no podía decir con sus treinta recién estrenados que nunca se hubiese enamorado. Yo tampoco. Quién, maldito fuera. Allí todos éramos, a nuestra manera, amadores desdichados. Eso sí, a costa del propio caudal. Déjanos en paz Amor tirano; qué malestar. He leído por ahí que el amor se trata de puro instinto de supervivencia. De mala vivencia diría yo. La gente se enamora, cualquier día, a cualquier edad, y ya esa sensación no los deja tranquilos, bien por su ausencia, bien por su presencia, el resto de sus vidas. Será verdad. Será que esta droga más potente que el opio nos ayuda a tirar hacia delante al tiempo que es potencialmente capaz de provocarnos un cuelgue tal, que lleguemos a perder el rumbo de nuestra propia existencia.
En La Mancha fuimos quedando pocos. Una mujer entró pidiendo limosna, y no me dio ni las gracias cuando, feliz como me encontraba después de la cita con mi terapeuta entre risas y bloody maries, se me ocurrió regalarle unos céntimos. Me negué a sentirme mal porque ella no comulgara con el buen rollo que había en la atmósfera de aquel bar. Aún nos quedan pretemporadas, Gordo, me decía el Flaco. Al final quedamos los de siempre y pedimos unas últimas cervezas. Al salir del bar, sentimos el aliento del otoño que nos invitaba a retirarnos al calor del hogar. Despedimos a Ro, no sin antes maquinar un plan perfecto para el fin de semana que incluía a algunas de las amigas con las que habíamos estado. Nos abrazamos y puedo decir que me pareció ver bien a Marcelo a sus treinta octubres. Él era un gran tipo. Qué más podía pedirle a la vida. Curro, Fran y yo marchamos a casa en taxi, porque tras un guateque de postín, gusta que a uno lo lleven hasta su puerta. Vi alejarse a Marcelo por las callejas del Barrio, con la elegancia de la Pantera Rosa, gozando de su territorio. Me costó creer que en el taxi, aquella preciosa noche de otoño, pudiera estar cantando Sinatra.
En La Mancha fuimos quedando pocos. Una mujer entró pidiendo limosna, y no me dio ni las gracias cuando, feliz como me encontraba después de la cita con mi terapeuta entre risas y bloody maries, se me ocurrió regalarle unos céntimos. Me negué a sentirme mal porque ella no comulgara con el buen rollo que había en la atmósfera de aquel bar. Aún nos quedan pretemporadas, Gordo, me decía el Flaco. Al final quedamos los de siempre y pedimos unas últimas cervezas. Al salir del bar, sentimos el aliento del otoño que nos invitaba a retirarnos al calor del hogar. Despedimos a Ro, no sin antes maquinar un plan perfecto para el fin de semana que incluía a algunas de las amigas con las que habíamos estado. Nos abrazamos y puedo decir que me pareció ver bien a Marcelo a sus treinta octubres. Él era un gran tipo. Qué más podía pedirle a la vida. Curro, Fran y yo marchamos a casa en taxi, porque tras un guateque de postín, gusta que a uno lo lleven hasta su puerta. Vi alejarse a Marcelo por las callejas del Barrio, con la elegancia de la Pantera Rosa, gozando de su territorio. Me costó creer que en el taxi, aquella preciosa noche de otoño, pudiera estar cantando Sinatra.