martes, enero 05, 2010

Sidi Kaouki

Nor, el bereber, era domador de caballos. Sus dos monturas árabes y un pastor alemán eran su familia en Sidi Kaouki, donde había arribado hacía no más que unos meses desde la vecina Agadir -una ciudad nueva, en el sur, con muchas oficinas- según entendía el propio Nor. La caravana a caballo y camello había abierto el apetito. Los guías nos condujeron por la orilla de la playa pura y cuando las bestias remontaron la ladera de aquella duna empinada que un día más se erguía ante ellas y el movimiento de sus cuerpos perfeccionados justifaba sentir la biología como la verdadera religión en este mundo, contemplamos la frente de la costa africana, bregando poder a poder con un Atlántico impetuoso, ilustrando la infinita y salvaje armonía elemental ante la que los mortales entregamos nuestras mundanas aspiraciones, postrándonos. Regresé por un instante a aquella conversación del coche, surgida espontánemente una horas antes, cuando divagábamos sobre la percepción de la existencia del tiempo y amenizábamos la ruta de Marrakech a Essaouira con someras diatribas metafísicas. El caballo de Marcelo se había esforzado en desposeerle de su pose de americano impasible, ya frente a la hoguera esperamos al flaco, que volvía a pie con gesto de no sentirse precisamente amante de los equinos, y todos juntos metimos mano al generoso tajín de cabra que Nor había guisado con esmero para sus huéspedes. Sidi Kaouki fue para mi escuadra el único lugar del mundo aquella noche, una tregua al absurdo, un chispazo de galáctica mundología. Nos sentíamos arrebolados por un sensual misticismo.

Cuenta la tradición bereber que un hombre de Irak -no parecía trascender de qué credo para Nor- atravesó de este a oeste el desierto más grande del mundo espoleado por la voz de su destino. A muchas lunas de su jaima sus pasos le trajeron a Sidi Kaouki, donde el hombre supo que el camino para él había terminado y pudo hallar la paz que anhelaba su corazón. Como aquel hombre, Nor decía haberse encontrado a sí mismo en este lugar. Su conversación era vivaz y trascendente; nuestro anfitrión se expresaba en un inglés más que entendible aprendido durante un lustro en tierras de Irlanda. Fue allí donde Nor adquirió también un apreciable arte en los fogones. Abrimos un par de botellas, de ron y de güisqui, las cuales esperaban abnegadas el momento de ser liberadas de su carga espirituosa y conceder a los departidores que las compartieran el máximo de su locuacidad dipsómana. Nor, de modo previsible, optó por el escocés, y yo acepté el envite. Miré los ojos del Apoderado, su rostro peludo y aniñado se veía embellecido por la luz ígnea de la fogata que nos calentaba y que nos hizo sudar luego de varios lingotazos. Él era un camarada, alguien por quien te darías de hostias llegado el caso. Tres chavalas procedentes de Madrid se incorporaron a nuestro relajado concilio, y por un momento las maldije en mi interior al haberme hecho recordar que realmente aquel no era mi sitio, o al menos mi residencia habitual. Sellé mi paz con las chicas intercambiando algún combinado por algún hongo lisérgico que traían consigo -sépase que es común entre algunas almas jóvenes un gusto por intensificar de un modo empírico determinadas experiencias-, pero como era más que previsible en mi caso tras una larga jornada en el camino, si flipé sólo fue en sueños.

A menudo recuerdo aquella noche y aquella playa; pienso en Nor y en su bigote tupido y en la hospitalidad que es acervo de su pueblo. También pienso en Antón, que ese año marchó a Delhi en busca y captura de una mejor versión de si mismo. Personalmente, aquí sigo, recayendo en la fútil dialéctica del hogar y la residencia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Estimado,
¿No llegó usted a conocer la casa del mejor escultor de la zona? Qué tal anda todo aquello... hace tiempo que no voy.