Para ellos jugar lo era todo. Nunca en la vida se habían considerado tipos con suerte pese a que alguno la tuvo, indudablemente, al conseguir huir de su tierra muerta. Si he de serte sincero, yo sí creo que tuvieron bastante fortuna al encontrarse. ¿Has pensado alguna vez en cuál es la razón por la que en la vida nos cruzamos con determinadas personas y no con otras? No me refiero a toda esa mierda simplificadora de las tribus urbanas y los nichos de mercado; esa basura pseudointelectual inventada posiblemente por algún publicista y turista habanero de los que salen los viernes noche a eyacular verbalmente su basura pseudocreativa y fardar de patrimonio con dos zorritas comebolsas, a las que probablemente se zumbará si les paga los vicios. Yo te hablo de la vida de verdad, amigo; de esa clase de influjo cósmico que hizo que Bob, y no el memo de Bill, decidiera que ibas a ser su colega en el colegio; de la potra que tuviste cuado Jean se aventuró a agarrarte el paquete para convertirte en el primer hombre con el que exploraba los resbaladizos y cálidos caminos del otro (es anecdótico que ella se sintiese especialmente motivada luego de haberse mojado el pico con media botella de José Cuervo); o cuando expulsaron de la facultad al pobre de Marcus, al que el Dr.Winnipeg cazó con aquellas chuletas para el examen de Tª y Estructura de la Lengua Española el mismo año que os graduabáis. Ni siquiera tuviste la decencia de no sacar un sobresaliente, aún cuando habiáis preparado juntos el examen y portabas las mismas ayudas. Es más que evidente que existe una pizca de azar en nuestras vidas, algo que debe sacar de quicio a esa clase de personas que buscan tenerlo todo bajo control, pero aún lo es más que la suerte, mala o buena, sazona más unas vidas que otras.
Cobi y Wesam chocaron unos meses antes de que comenzaran a hacerlo en la cancha. Fue mera cuestión de suerte que Cobi pasara junto a la calle Ministriles Chica aquella madrugada del 17 de noviembre. Venía del centro, de Preciados, donde había estado escudriñando el material que preveía comprar en las rebajas de aquel año de víricas vacas flacas. Se había citado con Marita, una romana erasmus a la que llevaba un mes intentando metérsela. De a vuelta casa, mientras se maldecía interiormente por la escasa cobertura logística con la que contaba para mitigar con aquella monada los ardores propios de su edad, reparó en un par de negratas de espaldas anchas como vigas, que parecían emplearse a fondo en dar a conocer a un moro enjuto y ligeramente mugriento el humano arte de la coacción. Nada nuevo en el barrio, pensó Cobi para sí. Iba a pasar de largo, ignorando a conciencia a los dos hermanos, al morito, y a cualesquiera que fueran sus trapiches, cuando el destello de un cuchillo de hoja generosa y hambrienta enroscado en la diestra de uno de los maromos le liberó súbitamente la adrenalina. Desconozco el origen de esa razón cósmica que hizo que Cobi, aquella noche de otoño, no eligiera la salida fácil, cómoda, objetivamente segura, en lugar de tomar partido por un tipo al que no había visto nunca antes en su vida y jugarse la garganta con dos sujetos de su raza que parecían directamente arrancados de una balacera en Newark, pero estoy seguro de que Wesam, por segunda ocasión en aquel año, sintió la certeza de que existía una deidad benefactora que posponía de nuevo su encuentro con Caronte.