Ora como criatura de piedra, ora como ondulación herciana (señalización digital en adelante), el ídolo se asienta en el limbo sacro del imaginario colectivo. Si bien su sustancia es humana, no lo es tanto su proyección, su imagen impresa en los ojos del mundo. Los insignificantes lo devoramos con frenesí vampírico, saciando nuestra intrascendencia, atisbando en su grandeza refleja aquello que ni somos ni seremos -no podemos serlo todo-. Hay ídolos que se saben ídolos y otros que se saben menos, pero es la idolatría como la belleza, subjetivamente objetiva; cedemos o no a la fascinación del ídolo, al brillo de su espada que embebece, al arrebatador veneno de su genio.
Cualquier hombre tiene un ídolo como cualquier corazón sangra, pues no hay pupilo sin maestro ni existe un amor yermo de lágrimas. Más sé cauto cuando idolatres, deísta en la devoción que profeses. Hoy, los dioses no son astros, colosos dorados o leyendas mágicas; son otros que sudan y que sueñan y que también tuvieron un ídolo que yace hondo, pese a las estatuas. Idolatra a tu madre y tu padre, verdaderos portadores del misterio, caigan las veces que caigan –no te quepa duda que tú también caerás algún día- y por pequeñas que sean sus hazañas.
Huye del circo de los bufones engrandecidos, su carisma no es más que una efímera farsa, y admírate por los caminos, por los sabios humildes, por la bondad y por la fragua. Pocos ídolos sobrevivirán a tus años, los más escasos derrotarán las edades y resplandecerán como estrellas celestes, por ser humanos, fieramente humanos. Idolatra el aire antes que el oro, la risa frente a la gloria, la amistad, el amor: principio y fin de todas las cosas.
Y si alguna vez eres tú a quien aclaman, las huestes, las hordas, las masas, cerciórate de que exista motivo digno en tu alma. Si así es toma asiento, mejor en el reconfortante frescor de la sombra, y da gracias porque uno sólo haya encontrado una verdad para él en tu obra.