En la ciudad, los jóvenes
quieren ser modernos.
Visten cool y se menean
y menean de concierto
en concierto.
Todos fueron o irán
a Nueva York,
viaje indispensable entre los modernos,
donde verán estrellas fantasmas
y comprarán camisetas a dos dólares.
Las más modernas camisetas
están en Nueva York,
y las tiendas que más molan
y los antros más modernos
y el tren que nunca duerme
y las putas más cañonas…
Miento. Ésas están en L.A.
y en el Buddha de Madrid
(curioso nombre para un burdel).
Los modernos no van de putas,
pese a que las putas son respetables;
también lo son los políticos
y los edificios feos.
Todo lo que dura es respetable.
Las putas duran,
al menos mientras dura dura.
Los modernos no son respetables;
dicen leer a Proust, Céline o a Luna Miguel,
y para ellos no existe música
más allá de Radio 3.
Odio a los modernos.
Para mí son todos unos cutres farsantes.
El más moderno vale menos que la zorra
más barata de la Gran Vía, menos
que unas gafas de pasta con cristales
rayados.
Algunos modernos toman rayas, y aplauden
a Nacho Vegas en conciertos lamentables.
Es un poeta, es un poeta…
El muy cabrón no se tiene en pie,
pero es un poeta, es un poeta.
Me gusta Nacho Vegas,
pero no me gustan los modernos.
Me persiguen.
Me los topo todo el tiempo.
En todos los bares,
en todos los metros.
Practicaría una escabechina
con sus cuerpos,
y con la tinta de sus pieles
firmaría el réquiem a la modernidad.
Al fin sería escritor,
pero más aún asesino
de modernos.
Al último sollozante le agarraría las pelotas
y le diría: - ¡Mírame bien, cerdo! –
¡Contigo muere el último moderno!
En la ciudad, los jóvenes
quieren ser modernos.
Visten cool y se menean
y menean de concierto
en concierto.