¿Para qué vivir si puedes trabajar? Cada mañana de lunes a jueves, los viernes siempre han sido caso aparte, padezco una aflicción que gusto de denominar el síndrome de la hormiguita. Me explico. Cada mañana bien temprano bajo a las profundidades del suburbano madrileño con la estampa de un ser del inframundo, tránsfuga de alguna película de George Romero. Ahí, bajo el suelo, experimento en el albor de cada día mi primer contacto con la vida humana, con mis congéneres. Todos compartimos un movimiento automatizado, mecánico; caminamos en la certeza de estar reproduciendo los mismos pasos que la mañana anterior y en la asunción de que debiera arder Troya para que en el probable mañana no repitiéramos la secuencia. No puedo evitar sentirme algo miserable por el mecanicismo que gobierna nuestra existencia en los días laborables, y esta sensación alcanza su momento álgido en el trasbordo de una parada que me separa de mi mesa de oficinista con forma de bumerán. En la generalmente breve espera del tren ligero que siempre va cargado me observo junto a mis iguales, hacinados en la azulejada orilla de un arroyo de cemento surcado por raíles, mientras los bostezos, las legañas y las caras mustias definen la escena. Pienso en Baudalaire, en las hormigas y en nuestro hormiguero de paredes satinadas, y en por qué me resultará tan espantoso ser un hombre útil.
Dice mi amigo Chayán, mi antagonista filosófico, que es necesario hacer algo productivo por la sociedad, que aporta sentido vital servir para algo. Lamentablemente sacio mis ínfulas trascendentales con este blog y dudo, para ser sincero, que cualquiera de los quehaceres que me son impuestos a diario me conduzca al olimpo de los grandes hombres o a una suerte de realización ontológica. Soy siquiera un insecto himenóptero, una obrera doméstica no invasora que preferiría explorar a tener que llevar comida al hormiguero. Temo se me considere un apologista de la gandulería, un burgués con vocación festiva (Ignavis semper sunt feriae), pero me es complicado, por más que me esfuerzo, hallar la armonía entre los actos del vivir y el trabajar en este hormiguero monetarista y globalizado. Termodinámicamente, podríamos definir la ausencia de vida como la imposibilidad de realizar trabajo; yo, que siempre he estado mucho más interesado en la lira que en la física, me aventuro a definir la ausencia de vida como la imposición sistemática de jornadas laborales que consuman la mitad del día terrícola. Parafraseando a mi amigo Jules, no es que aborrezca trabajar doce o más horas diarias, es que tampoco soportaría follar las mismas todos los días o asistir una tarde tras otra, en un bucle infinito, al Festival de Coachella.