Miraba a un lado y a otro, un tanto agobiado. Cogió un pequeño papel gastado del suelo, lo miró un par de veces y lo escrutó como si leyese un antiguo códice. Volvió a tirarlo, dejándolo abandonado en el suelo en el que se encontraba segundos antes. Alguien le empujó levemente, un simple roce en el hombro sin importancia alguna que le hizo estremecerse. Un escalofrío gradual le recorrió lentamente.
Gentes que corrían hacía puntos diversos, rápidas, con objetivos fijos, la mañana en la ciudad era de ese modo. No había lugar alguno para la contemplación, olvidada compañera del hombre. No era bueno pararte a pensar en nada, podrías perder el metro.
Llevaba cerca de diez minutos en la puerta de aquel edificio. Era del tipo de cristal que parece un espejo, con un tono azul oscuro metalizado, ese que hace que te quedes fijamente mirándote como un imbécil antes de entrar. Un edificio áspero y huraño, no quería dejar intuir lo que se esconde en su interior.
Ese era su lugar de trabajo, su oficina podría ser llamado. Trabajaba allí hacía cerca de un año. El primer día le pareció un sitio interesante, un lugar importante donde trabajar. Había hecho un máster el año anterior allí en Madrid y comenzaba entonces una nueva etapa totalmente diferente a cualquier otra, entraba en contacto con el mundo del trabajo, de la empresa, comenzaba a formar parte del engranaje. Carreras siempre, para llegar a tiempo, para llegar más alto, para engordar antes la cuenta del banco. Eres lo que corres, no te pares.
En la ciudad en la que estudió, en la que creció y se hizo una persona, todo era más pausado, al menos lo parecía en el momento de la vida que le tocó vivir allí. Podías llegar tarde a la mayoría de los sitios, y siempre te esperaba un amigo. En aquella ciudad aprendió que uno tiene que correr para sí mismo, sin mirar lo que corren los demás, lo demás es vanidad y la diferencia entre ser libre o un esclavo.
Empujó la puerta de cristal y se dirigió hacia el ascensor que se encontraba a la izquierda, había que pasar delante del de seguridad. Lo saludó haciendo un pequeño ademán con la mano derecha, entre un saludo y el gesto de llamar a un taxi. El ascensor se llenó rápidamente, cinco o seis caras conocidas. Intercambió unos buenos días; gastados le parecieron.
En su oficina estaban, como día tras día, a la derecha María y Eusebio, enfrente junto a la ventana, Luis. –Buenas-, varias horas frente al ordenador, correos que responder, un poco de periódico digital, teléfono, eso le esperaba aquella mañana.
Se sentó en su silla gris de ruedas giratorias y respaldo que se inclinaba al apoyarse sobre él. Comenzó a leer algunos correos electrónicos, tenía sueño, estaba cansado muy cansado. Una suave música sonaba a lo lejos, parecía que alguna voz la acompañase cantando, sí alguien cantaba. En italiano, debía ser italiano. Una voz grave y asentada de tenor, las eres eran sonoras y vibrantes, la música deliciosa. Era una ópera. Decidió ir a buscar la fuente de aquella maravillosa música y se levantó. Era extraño sus compañeros no estaban. -Quizás sea Mozart- pensó. Salió al pasillo enmoquetado, no había nadie. La música parecía provenir de más arriba. El ascensor no funcionaba, subió por la escalera pensando que era la primera vez que la utilizaba. Siguió subiendo hasta la última planta, la música venía de arriba. Se encontró con una puerta de metal pintada de verde con una barra horizontal que servía de picaporte cerrándole el paso. Empujó la barra forrada de plástico rojo. El cielo por completo azul lo dejó anonadado durante unos segundos, el color le envolvió mientras escuchaba aquella música.
Nunca había estado en la azotea, era mucho mejor de lo que hubiese podido imaginar alguna vez, estaba repleta de frondosas plantas, había macetas con flores por todas partes, azules, rojas, amarillas, moradas. No recordaba un jardín como ese en todo Madrid. Sobre una especie de chimenea que servía de conducto de ventilación estaba su amigo Juanma, sí, y cantaba en perfecto italiano con voz clara y profunda de tenor decimonónico. Abrió los brazos hacia él y con la mano derecha le invitó a subir.
Le parecía imposible subir hasta esa atalaya desde la que su amigo vigilaba la ciudad mientras cantaba. ¿De qué lugar provendría la música?. Sintió que comenzaba flotar, poco a poco iba elevándose. La sensación no le era del todo extraña, como si volviese a montar en bicicleta después de muchos años. Recordaba haber hecho algo parecido antes en alguna ocasión. Juanma le alargó la mano, él se la agarro con fuerza. Ya estaban juntos los dos allí arriba.
Arriba, pero ¿dónde?. El cielo no era ya azul, grandes nubes lo cubrían todo, su amigo no cantaba y no se encontraban sobre ninguna salida de aire. ¿Qué era aquello, esa cúpula catedralicia?. La había visto antes, nunca desde tan alto. Sí, y debajo de ellos ese enorme río, tan gris como el cielo. Aquel edificio de ladrillo viejo, ladrillo inglés sin duda. Estaban sobre el mismísimo Big Ben, -¿qué extraño sueño estaba viviendo?- se preguntó Evaristo.
Los dos se miraron, Evaristo tenía cara de no entender absolutamente nada. Juanma parecía estar tranquilo y no le dirigía la palabra; hubiese sido inútil pues él no sabía que decir. Bajaron primero por unas escaleras metálicas totalmente verticales, las encontraron debajo de una trampilla que estaba junto a ellos. Después de descender unos 20 metros, llegaron a un descansillo, si podía ser así llamado, un policía hacía guardia firme y orgulloso con su clásico sombrero reglamentario, tan británico. Los saludó educadamente y ellos, grandes angloparlantes, saludaron a su vez.
Al llegar abajo comenzaron a pasear en dirección a la abadía de Westminster, hacía tiempo que Evaristo no estaba por allí y le volvían a la mente recuerdos de viajes pasados. Recuerdos que estaban allí en un rincón de su cabeza y que para él eran tan reales como el taxi que le pitaba en ese momento pues había estado a punto de atropellarle. Juanma se reía de la poca pericia de Evaristo, era una risa alegre cargada de afecto, la risa de alguien ante un viejo gesto muy conocido de un gran amigo.
Evaristo se quedó absolutamente sorprendido, más si cabe, al ver sentados a Javi y Juan en un banco junto a la estatua de Winston Churchill, solemne como un emperador romano, los dos conversaban animosamente. Javi vestía un Jersey a rayas y un gorro de lana color rojo, -era un tipo alegre, siempre lo fue- pensó Juanma, parecía un marinero que acabase de llegar en algún ballenero después de tres años de travesía, rebosaba felicidad. Javi siempre era así. Juan los saludó como si los llevase esperando ya algún tiempo sonreía como él solo sabía hacerlo.
-Vamos- les gritó Javi mientras les señalaba el puente.
Más tarde Juan les contaría que había cogido el metro madrileño para ir a la clínica donde trabajaba y que, cuando creía estar llegando a su parada, dijeron por megafonía: -Trafalgar Square-. Y allí, mientras pensaba en el maldito Nelson, apareció Javi dándole un abrazo, de esos que solo él sabía dar, y se pusieron a charlar como si no hubiese pasado un solo minuto desde la última vez que se vieron. Como aquello era mucho mejor que si hubiese llegado a alguna parada de Madrid, no se planteó mucho que extraño fenómeno espacio-temporal le había colocado allí.
En el río bajo el puente un clíper, con su enorme palo mayor y las velas desplegándose lentamente, permanecía orgulloso, quieto y tranquilo, les esperaba a ellos no había duda. Era alargado y recortado como sólo esos barcos lo son, Juan recordaba que ya no quedaban muchos, quizás ninguno. Pero allí estaba aquél, recién pintado y con aquel fuerte olor a barniz, esperándoles. ¡Oh!, ¿qué era aquello en la popa?, sí era el nombre de aquella preciosa embarcación de otros tiempos menos rápidos en los que el viento transportaba a gentes y mercancías de un lugar a otro, en grandes letras azules se podía leer: EL PORVENIR.
¡Oh! dioses que regís los destinos de los mortales hombres que extraños momentos les hacéis pasar a menudo. Ese barco había sido construido para ellos en algún viejo astillero de Liverpool por rudos obreros ingleses que trabajan al son de los Beatles, Evaristo podía imaginárselos, sonaba aquella canción mientras pensaba en ellos:
He´s a real nowhere man
Sitting in his nowhere land,
Making all his nowhere plans for nobody.
Doesn´t have a point of view,
Knows not where he´s going to,
Isn´t he a bit like you and me?
Nowhere man, please listen, you don´t know
What you´re missing,
Nowhere man, the world is at your command.
He´s as blind as he can be,
Just sees what he wants to see,
Nowhere man can you see me at all?
Nowhere man, don´t worry,
Take your time, don´t hurry,
Leave it all till somebody else lends you a hand.
Sobre la cubierta junto a una docena de barriles de roble repletos de ron se encontraba el capitán de aquella embarcación, estaba de espaldas y vestía un largo abrigo azul marino, desde donde ellos estaban podían verlo bien con una frondosa barba. Se dio la vuelta saludándolos, ¿pero qué era todo aquello?, no era otro que Enrique. ¿Quién mejor que él para ser su capitán en una larga travesía? En su boca exhibía orgulloso la pipa que Evaristo le había traído de tierra cubana hacía pocos años, con la mano izquierda les animaba a subir a bordo.
La pasarela crujía y alguno de ellos pasó cierto miedo al cruzarla. La cubierta estaba perfectamente ordenada y extremadamente limpia, el olor a madera recordaba a bar inglés y, bueno, también un tirador de cerveza junto al palo mayor ayudaba a parecerlo. Javi miró hacia arriba y pudo ver un largo gallardete, el gallardete del capitán, que ondeaba en lo más alto, era rojo.
-Bienvenidos a bordo- les saludó Enrique.-Os tengo preparado una frugal comida, quizás tengáis hambre-.
¿Frugal una comida organizada por Enrique?, imposible-pensó Juan. Anfitrión sin igual era su amigo Enrique y estaba completamente seguro que les habría preparado algo digno de él.
Así fue. Comieron, bebieron, fumaron, rieron y volvieron a beber. Estuvieron recordando hazañas y peripecias de cada uno de ellos, tenían cientos que contar. Podríamos haber escrito un gran libro con apenas una docena de ellas. Las recordaban como el soldado que recuerda la batalla ganada, eran historias tan suyas como podían serlo sus manos, formaban parte de su propia mitología. Creaban un nexo invisible pero no por ello menos fuerte entre todos ellos.
Cerveza y vino, vino y cerveza, whiskies, rones, no le hicieron ascos a nada. Bebían como grandes amigos que se vuelven a encontrar, eso era digno de celebrarse. ¿No bebemos en las bodas de familiares casi desconocidos y en comuniones y bautizos?, ¿cómo no iban a beber y alegrarse aquellos jóvenes amigos por estar juntos?, ¿acaso existe mayor motivo de alegría?.
Cuando despertaron a la mañana siguiente, no había ya ningún río ni ninguna ciudad. Se encontraban en mitad del océano, a lo lejos una ballena escupía agua en un inmenso chorro. Evaristo miró a un lado y a otro esperando encontrarse a Herman Melville preparando su arpón, o a Ismael quizás, puestos a imaginar. Se quedó mirando durante horas el mar infinito. ¡Qué diferente aquello a la ciudad!, y era igual de real. Igual no, más real que todo lo que le rodeaba en Madrid. Las ciudades dejarían de existir pero aquel mar seguiría estando allí. Se sintió muy pequeño, sintió pena por todos los que se pavonean por la Feria de las Vanidades:
En ella se come y se bebe en exceso, se ama y se coquetea, se ríe y se llora, se fuma, se tima, se riñe, se baila y se juega; hay bravucones agresivos, petimetres que se comen con los ojos a las damas; rateros, alguaciles al acecho, charlatanes (¡cuánto charlatán detestable!) vociferando ante sus barracas y papanatas que miran boquiabiertos a las bailarinas brillantes de lentejuelas y a los pobres saltimbanquis embadurnados de bermellón, mientras los largos dedos les aligeran los bolsillos. Tal es la Feria de las Vanidades. No se trata de un centro moral, desde luego, ni de un lugar de recreo, sino de un espacio con mucho ruido. Observad la cara de los actores y bufones cuando acaban de representar su papel…
La tristeza le invadió por todos aquellos que malgastaban su vida en malas palabras y feos gestos. Que se consumían por papeles gastados de aburridos colores, miró hacia atrás y allí estaban sus amigos de nuevo hablando de sus cosas. Estaban allí en medio de aquel inmenso mar, y no necesitaban ninguna cosa más.
Durante un par de días navegaron con aguas tranquilas y serenas al igual que el ánimo de cada uno de ellos. Al tercer día Enrique les avisó de que estaban llegando. Y allí pudieron ver la desembocadura del río de su ciudad, tan diferente. Las gaviotas volaban alrededor de los tres palos del Porvenir, les acompañaron durante toda la travesía a lo largo del río, les acompañaban a casa.
Pasaron la esclusa y el primero de los puentes, después de una hora comenzaron a ver los altos árboles del Parque de María Luisa, en el muelle había una gran multitud. Estaban allí, Carolo, Diego, Gollo, Joaquín, Abel, Víctor, Carlos, Ale, Nacho, Juan Carlos. Allí estaban, y muchos más, Isa y Manolo, Carlota y Jesús con Blanca, Jaime, Ángela, incluso las hermanas de Juan. Sí estaban también las dos Mari Carmen y Jesús, Javier y Gracia, Juanma y Ángela, Isabel y Enrique. Y muchos más amigos de todos los rincones de la ciudad. Parecían que estaban celebrando una gran fiesta, había tantos que sería aburrido que pusiese aquí todos sus nombres.
Y recuerdo que les gritaba: -¡Volved amigos, volved!, no os marchéis nunca más.- Sí yo les gritaba aquello con lágrimas en los ojos, lágrimas de felicidad.
Esto es lo que pasó y os lo he contado tal como ellos me lo contaron a mí, bueno y como lo poco que yo vi. Volved amigos, volved…
Fernando Ollero Ojeda